viernes, 11 de julio de 2008

La suerte de Martín Poubelle

Todo seguirá igual después de que se marche, la ciudad seguirá creciendo sin un árbol más o menos. Nuevas niñas, pelotas y autobuses ingresarán en las cuentas, el ayuntamiento aferrará las riendas del gobierno autonómico, y Martín seguirá llorando por la felicidad de algunos pocos suyos mientras escribe viviendo sus sueños. Haciendo suyas las aventuras de los libros que lee.

Ella seguirá buscando la paz interna entre la loba y la mujer esteparia. Entendiendo besos por amor, la conciencia que le brinda la soledad deseada nunca se perderá en esos ojos, tu niña. Tumbada en la playa entre los brazos de algún otro que acabará enamorándose, sin fijarte en que sigue los pasos de sus padres pese a ser este el destino que menos quisiera, igual que yo, igual que tú lector, que todo el mundo. Una crisis diferente a las otras y tan vieja como la vida, una cuestión de eternidad que pocos comprendemos: no somos para siempre; sólo hasta que nosotros queramos, pero como siempre no sabremos cuando parar.
Quizás algún día se encuentren, quizás alguna tarde se vean, quién sabe si alguno de los dos volviera… pero ya se cansaron de ser los de entonces.

Imagínate, se dice conversando con el reflejo de aquel charco, cuando a ti de viejo te diga tu nieto: Abuelo, cuéntame otra vez el cuento de cuando conociste a la abuela. Dime abuela ¿alguna vez hiciste locuras por amor? Dime abuelo, ¿las hiciste tú? El yo-abuelo sonreirá y se imaginará en que diría un “Sí” que se colaría por la dentadura y los cigarros que aún fuma. Después de la profunda calada diría para causar expectación añadiría: “el doctor se puede pudrir en su sonrisa ballenera, de bigote estúpido y dientes menudos”. Esperaría a que la Abuela se fuera a la cocina, o a la sala, o al balcón y se daría a la memoria. Se acordaría de la niña de aquel pueblo en una de sus infancias y se acordaría también de la historia, pero con otro nombre y otra imagen; todo con matiz de la mujer actual. Contará la historia de ella y él, nunca la vieja y verdadera, en la que eran los dos; jóvenes y eternos; soñando como hijos, prediciendo su futuro con sueños e imaginación. En lo alto de aquel calendario, en la lujuria de lo novedoso. El viento, el mar, la calma chica en la pasión. Largos ojos mirándose a las pupilas. El calor de aquel verano. Las gaviotas que hoy son sus nietas al igual que aquel de enfrente ahora es su nieto. Los lobos esteparios no permanecen juntos mucho tiempo, se dice, las vueltas del reloj provocan mareos, pero sus partes de humanos seguirán pidiendo reencuentros.
Acabaría diciendo, “No se la cuentes a la Abuela, se pondría triste…” y acercándose a su nieto con el dedo en los labios reconstruirían ese pacto secreto que todos conocen entre nieto y abuelo. Este viejo se cansó de ser el de antes y ahora se reinventa. Sólo él entiende que su senil apariencia escondió alguna vez al Martín de bar y revolcón. Al excéntrico y mordaz amante del bandoneón.

El Martín joven se convirtió en esa noche en un surco de arena y timón de proa, siempre gustó de llevar la contraria. Esa noche estaba eternamente planeada: salir a buscar unas copas, con buena minifalda o ajustados vaqueros. El bar de la bombilla roja era su lugar de encuentro favorito para esta clase de actividades extrapersonales. A él le gustaba reconvertirse en toda clase de personajes soases, un vagabundo de la realidad, el vividor de tabaco y harapos, el antihéroe de arrabal y bajo vientre; siempre limosnando chupitos y pagando con risas y veladas de alquimia (siempre se las apañaba para convencer al camarero de un nuevo coctel). Negroni, el Papa Ganso, la michelada, etc. En el fondo de la profesión, al camarero le gustaba Martín, hacía que su trabajo fuera menos trabajo. Después aprovecharía para enseñarle las nuevas ideas a la chica pálida que siempre se sienta en el banco frente a la cocina. Eternamente enamorada de las manos del cocinero que a su vez estaba ocasionalmente enamorado de la forma de vestir de ella, pero no de su persona. Migajas de cama y barra de Alborán, cómo gustaba decirle Martín cada vez que ella se iba y observaba al camarero seguirla con la mirada, ella seguir al cocinero, él seguir al miembro. El Mediterráneo y el Atlántico intercambian fluidos y corrientes que promueven un rico ecosistema, pero también disputas territoriales. Eso al camarero le perturbaba por la imagen de alcoba exótica, atestada de inventivas sobre gritos y fluidos de placer y cama rota. Ésta desalojada de su lugar inicial por la fuerza de los cuerpos respondidos en la acción y el éxtasis. Las tortitas listas y jarabe en la mesa, el mesero las sirve y el tratado está marcado entre cocina y cliente, para derroche de boca y empalague glucosa. En el fondo Martín sentía pena por aquel muchacho casi enfermo de sueños y barra-cama. No era así como él se había imaginado su vida le decía siempre, pero es lo que hay. Chupito de tequila y brindis por la causa. Martín muda a la cueva del fondo, donde las esperas son largas y las prisas obligadas, donde las fieras esperan y los chicos, en sus mesas, también esperan.

Bueno, ¿algo nuevo en el menú? Preguntaba al camarero cada vez que cumplía el ritual. Él hablaba en código: un daiquiri por aquí, un caribean blanco por allá, y las de siempre. Nada. Martín tendría que volver sorteando los obstáculos en su compañía.

Ya en casa explota y muere en paz. Ella sigue ahí se decía después de quitar las sábanas. Y en verdad seguía ahí, el surco de las pasiones pasadas no habían borrado las manchas y el olor de aquella cama. Se tumba imaginando otro techo, más abierto y menos blanco; y volaba. Inconsciente e incapaz de percibir que al otro lado del colchón alguien lo descubre sin darse cuenta. Mimetizando sus movimientos de alcoba. Desdeñando su ser por el soborno de unas letras. Esa noche, la cama de Martín se le antojaba demasiado baja, demasiado poco cama para dormir en ella. El balcón, el calor, el balcón, la caja de costuras que era su escritorio. Tantos personajes intimidados por el sueño y que eran hechos vida en noches como aquella. Levantarse parece más una obligación que una opción. La balada del loco. Astor Piazzola. El tango. La sonata de un pájaro que anuncia amanecer y el escribe: No se me ocurre nada que decir. Esta noche he pensado en Germán, el camarero. Siempre lo he imaginado como un trombón que se deja sonar por un corazón de vino y lirios.


No, esto no me gusta. Demasiado pomposo.


Y Martín siente el desgarro que sólo aquellos personajes de novela incompleta sienten cuando son arrancados de la máquina de escribir y devorados por la papelera, sin acabar de vivir más allá del papel, la escritura y la lectura del autor.


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Los vientos que antes los movieron se han convertido en brisa y sólo la genialidad o melancólica locura de algún naviero los tomará por azul pacífico, atlántico o índico. Así nació Martín.

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