miércoles, 14 de noviembre de 2007

Golondrinas

Acostumbrado a dar órdenes un día se vio remitido simplemente a obedecer. Haz esto y luego aquello, sin contestar a sus insistentes por qués que no podía expresar debido a su rango. Tras meses suplicando trabajo, manchándose las rodillas de babas y sin momento de relax que ni su economía ni él mismo se permitía. Llegó a casa agotado después de estar todo el día sirviendo a seres que, como Caribdis, no hacían más que tragar y vomitar.

Sin ganas de nada abrió el frigorífico como acto reflejo en busca de algo que comer, picar, leer o tocar; se limitó a tomar un vaso de agua y mirar a través del fondo. Se rió un instante al pensar que tenía las lentillas puestas y que sin ellas, vería como estaba haciendo en ese momento a través del fondo del cristal del vaso. Se las quitó con la esperanza de descansar un poco los ojos. Unos chillidos agudos le hicieron asomarse a la ventana de la cocina. Era la primera vez que vivía en un piso lejos de sus padres. El paisaje era el de una ciudad maquillada, llena de edificios y puntos negros yendo de aquí para allá por entre los bosques de antenas y pararrayos.

Miró a lo lejos intentando descubrir que eran aquellas formas que se movían tan velozmente. De arriba abajo, izquierda y derecha; en oblicuo y sin freno; sin barrearas de ninguna clase. Sus ojos se posaron especialmente en una de aquellas veloces criaturas. Le resultaba difícil seguirla. Maldita miopía. Le lloraban los ojos. Pensó en ir a buscar sus gafas pero no quería perder la pista a aquel conejo oscuro que tan velozmente daba brincos por el aire. Aún no sabía lo que era en realidad aquel animalillo mágico. Pero no le importaba demasiado. Era pequeño, un punto entre otros que al igual que los demás puntos se movía sin dirección aparente. De manera suave y rápida cambiaba el rumbo cada vez que se le antojaba. Trató de imaginarse el mundo desde su perspectiva. Sin mandar u obedecer, sin órdenes, libre. El cielo a sus pies. Los edificios en su cabeza. Un giro que le mareaba. Siempre quiso viajar a África. Imaginóse recorriendo las dunas del Sáhara, los bosques del Congo o Kenya o como diablos se llamara ahora. Se veía jugando con las cuerdas de tender de los vecinos que refunfuñaban y maldecían porque les ensuciaba la ropa. Chirriando de alegría volar entre las copas de árboles y champán de nubes. Contemplaba el mundo con la grácil libertad a la que sólo aquellas criaturas estaban acostumbrabas. La tierra en su cabeza, las nubes a sus pies. Arriba, abajo, izquierda y derecha; oblicuo y vuelta. El viento le secándole el sudor y bailaba con sus plumas. Más rápido, más fresco. Más libre. Ya había perdido el vértigo para cuando llegó la ambulancia.

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